Archivo | julio 2009

ESTRENOS (4ª parte): mi primer polvo

ziza_1El primer polvo. La pérdida de la virginidad.

Las mujeres, todavía en mi generación, éramos educadas para valorar ese momento, en la absurda creencia cultural de que, magnificando esa ocasión única, seríamos cuidadosas a la hora de elegir el momento y la persona. Realmente, eso no tiene nada que ver: el sexo es un impulso, el morbo es imparable, y si la excitación sexual viene a por ti, te da igual lo sagrado que sea tu virgo. Nunca he puesto por escrito mi primera vez, y me lo estaba guardando para el blog. En esta pequeña serie de “Estrenos” ha llegado el momento.

Llevaba poco más de un mes en la Universidad. Con 18 años, y estando en primero de carrera, te sientes en la cima de tu sexualidad. Aunque seas virgen.

Ya no te ves como una niña, como una adolescente desgarbada, sino como una mujer. Si además vives en un piso con otras chicas universitarias, como era mi caso, el hecho de estar lejos de tus padres aumenta tu sensación de libertad y madurez sexual. Sientes que los hombres, de todas las edades, te ven como un pastel que quieren comerse con todas sus fuerzas. Pasas por la calle delante de ellos, con tu pelo recogido en una cola o un moño de estudiante, con tu carpeta en la mano, los vaqueros ajustados y las camisetas juveniles, y notas sus pensamientos sobre ti como si los pronunciaran en voz alta. Eres para ellos una promesa de placer, aunque tu experiencia se reduzca a poco más de una decena de encuentros sexuales, juveniles y apurados, todos ellos solucionados con masturbaciones manuales o sexo oral.

Elegí una carrera muy masculina. En mi clase sólo éramos doce chicas, un porcentaje muy escaso para los más de cien alumnos. Además, la mayoría de chicas cumplían un perfil bastante masculino, con cuerpos fuertes y espaldas grandes. Muchos compañeros pensaban que me había equivocado de edificio, y hacían algunas bromas sobre mí y sobre Paloma, otra chica que, como yo, no parecía encajar mucho en aquella clase llena de deportistas. Resultábamos quizás demasiado femeninas, pijas y delicadas para estudiar Ciencias del Deporte. Prejuicios. La parte buena es que había una cantidad muy respetable de compañeros que estaban muy potentes físicamente, altos, buena planta y fuertes, aunque no demasiado listos. Prejuicios de nuevo, esta vez por mi parte.

Nunca había sido mala deportista, pero tampoco era una atleta. Como bien saben todas las mujeres a partir de los 25, con 18 años no tienes que hacer absolutamente nada para tener el cuerpo que tienes. Y ese era mi caso. De todas maneras, para luchar contra los prejuicios de mis compañeros, y para estar preparada por si el nivel de exigencia física aumentaba, me apunté a un gimnasio que estaba justo bajo mi piso de estudiante. Había más universitarias, pero yo era la más joven. La moda de entonces era el aerobic, y por supuesto me apunté. También hacía cinta y bicicleta, y pasadas un par de semanas, también empecé a hacer piscina. No hacía falta ser muy avispada para ver que había mucho interés a mi alrededor, por parte de la mayoría de los hombres del gimnasio, incluso de algunas mujeres.

Se llamaba Juan, y todo el mundo le llamaba “Toque”. Era cliente de los “habituales de siempre”, amigo de todos los monitores del gimnasio. Treintañero, agradable, muy simpático sin ser cargante, fuerte, moreno de piel bronceada y un poco bajito. De hecho, yo era más alta que él, lo cual me daba una sensación de poder, de controlar aquella amistad, aunque él casi me doblase la edad. “Toque” se traía un rollito un poco peculiar con mi monitora de aerobic, Begoña, la típica monitora de aerobic fibrosa, aunque era una chica realmente guapa y muy dicharachera. Luego me enteré de que habían estado liados. En el gimnasio se comentaba, entre las chicas, que era un amante estupendo. Tenía un prestigio. Pasaba mucho por el grupo de aerobic, a saludar a Begoña, y a veces se quedaba también a ver la clase, o a participar. Yo solía hablar con Begoña sobre mi preparación, ella estaba al corriente de lo que yo estudiaba, y a través de ella empecé a relacionarme con él.

Era muy agradable conmigo, casi paternal, pero tampoco ocultaba su interés sexual. Me miraba con normalidad, disfrutando con las vistas, y me soltaba algunos piropos, muy comedidos, siempre dentro de lo agradable. Eso me encantaba. Es muy halagador, con 18 inexpertos años, que un tipo de treinta y pico curtido en mil batallas te encuentre atractiva. Una amiga mía, para explicárselo a los hombres, siempre pone el mismo ejemplo: de la misma forma que cuando un hombre se cambia de coche le gusta que la gente le diga lo estupendo que parece el nuevo coche, a las chicas jóvenes les encanta que los hombres admiren su recién adquirida “carrocería” de mujer.

Como suele ser habitual entre mujeres, me di cuenta de que mi relación con “Toque” entraba en una nueva fase cuando empecé a notar que las otras chicas del gimnasio empezaban a mirarme mal. Incluso Begoña parecía algo tensa o celosa, aunque sin duda estaba acostumbrada a que él tuviera líos con chicas. Para las clientas de más de 25-30 años, la nueva “chavalita” de 18 (yo) empezaba a ser una rival en las atenciones de los hombres. Me hacía gracia esa situación, porque en el fondo pensaba que no sabría que hacer llegado el caso de que un chico del gimnasio ligase conmigo, esperando “algo” sobre lo cual yo era una total ignorante.

Empecé a coquetear con “Toque” de forma más evidente. Armas de mujer: la ropa un poco más ceñida, alguna caída de ojos sutil, prestarle atención especial cuando me hablaba, intentar quedarnos a solas o con una cierta intimidad… No suele fallar, y no lo hizo. Apenas un mes después de conocernos, ya teníamos una amistad bastante estrecha, él a veces se acercaba por las noches a donde yo estaba con mis amigas, para saludarme (y marcar territorio, por supuesto). Mis amigas, todas de mi edad, alucinaban con el treintañero macizo que me había ligado.

De una forma muy calculadora, debo reconocerlo, había decidido acostarme con él, porque me parecía la persona más adecuada para mi primera vez. No desde un punto de vista “romántico” de la pérdida de la virginidad, sino desde una visión más práctica: estaba bueno, me ponía, se moría de ganas de hacérmelo, y, sobre todo, era experto y sabía muy bien lo que hacía. Siempre he pensado que es mejor estrenarse con alguien que sabe lo que hace, que echar un polvo 100% novato, porque por mucho que te guste la otra persona, si los dos sois vírgenes va a ser un desastre. Él recibió mis señales, y me invitó a pasar unos días con él en una casa que tenía en el campo. Me daba un poco de miedo, para que negarlo. Nunca me había ido con un hombre, sólo tenía 18, etc., etc. Pero acepté. Lo difícil ahora era cómo decirle que, a pesar de ser un bomboncito de rubia, era virgen. Porque además, si se lo decía, quedaría claro que yo también quería sexo con él, situación algo embarazosa y muy poco apropiada para una “señorita”. Así que no dije nada.

Metí en mi mochila bastante lencería y un par de camisones interesantes. Imaginaba que saldríamos poco de casa. Nada más llegar me lancé, al fin y al cabo estábamos solos en su casa y había pocas dudas al respecto de qué hacíamos allí: me acerqué a él, puse mis manos alrededor de su cuello, y le besé. Él lo estaba deseando, y me respondió con efusividad y pasión. Aunque era algo más alta que él, era mucho más ligera: me cogió por las nalgas, bajo mi falda, y me echó sobre el sofá con una facilidad que me puso muy cachonda. Era la primera vez que trataba con un hombre que me trataba como una mujer, y estaba más excitada de lo que nunca habría imaginado poder estarlo.

Me puse sobre él. Siempre he sido muy peleona en el sexo, y ya entonces, en mi primera vez, lo fui. Tomé la iniciativa, me quedé con los pechos al aire, sabiendo que eso le encantaría. Me daba poder y confianza: usaba mis valores seguros, eso me hacía sentirme tranquila, y mucho más cuando le saqué la polla y empecé a chupársela. Todo aquello me era conocido. Calmaba mi morbo ocupándome de él. Sus manos no dejaban de regalarse en mis pechos y mis nalgas, y yo me notaba humedecer cada vez más.

Mi sexo oral le encantaba. Eso aumentó mi confianza. Pero “Toque” quería follarme, evidentemente. Así que se revolvió, cambió el equilibrio, se puso sobre mí y me quitó el tanga con habilidad. Yo seguía cachonda, pero ya estaba más tensa. Me abracé a él, porque realmente estaba muy excitada. Sólo le susurré, muy bajito, que me lo hiciera con cuidado. No sé como consiguió escucharme, pero me oyó, y debió entender. Sus manos, suavemente, me empezaron a acariciar y masturbar. Yo no podía aguantar mis gemidos, me moría del placer. Bajó su cabeza para chuparme, y con eso perdí totalmente el control. Notaba la necesidad de ser follada. Y entonces fue cuando lo hizo. Al principio con un poco de calma. Al notar su polla, dura, y sobre todo la temperatura, dentro de mí, la sensación era muy extraña, pero me gustaba. Poco a poco empezó a bombear, siempre con cuidado. Noté el dolor agudo, pero se mezclaba con el placer, y poco a poco desapareció y todo era placentero. Raro, nuevo y placentero.

Era un experto, estaba en buena forma. Empezó a follarme de forma profunda, siempre sin ser brusco, y mientras tanto me besaba los pechos y me masturbaba. Yo no podía hacer nada. Estaba paralizada de placer, y con la sensación totalmente nueva, todo mi cuerpo estaba entregado al aquella sensación maravillosa. Sólo pude notar el orgasmo cuando llegó, totalmente por sorpresa, y me puse a gritar de placer, clavándole las uñas en los hombros. Él sonrió, sabiendo que lo había hecho bien. El resto del fin de semana… continuamos experimentando mis conocimientos recién conseguidos.

ad.ultera@ymail.com

ESTRENOS (3ª parte): mi primera mamada

mmmdEste tema también había salido en el Test:

“¿Y con qué edad chupaste por primera vez? –Año siguiente (17 años), al acabar el instituto, me dije que no podía despedirme sin hacérselo a un compañero por el que estaba coladita. No lo hice nada mal, y desde entonces es algo que hago particularmente bien.”

https://diariodeunaadultera.wordpress.com/2009/01/29/un-test-subido-de-tono

Al siguiente curso, con diecisiete, no podía despertar más envidias. Nuevo crecimiento de pecho, casi el definitivo. Nuevo ciclomotor, último modelo, de color verde ácido. Y mis fotos en algunas marquesinas, autobuses, anuncios en los periódicos locales y cuatro escaparates de la ciudad. Mis fotos también estaban en las carpetas de varios de mis compañeros. Además de ser rubia, tetuda y gilipollas, ahora era modelo. Las únicas chicas que me hablaban era aquellas que tampoco tenían complejos con su cuerpo, es decir Ana, una gran amiga que era muy hippie, y dos amigas más, Noelia y Laura, que eran las otras dos chicas populares del último curso.

Entendí entonces porqué las mujeres atractivas se amigan entre ellas: lo hacen por necesidad. Ellas eran morenas, así que seguí siendo “la rubia de las tetas”. Noelia era delgada y no muy tetuda, pero era alta y tenía una cara preciosa, así que no me envidiaba. Laura era más bajita, y casi tan dotada de pecho como yo, así que estábamos en familia. Ana era hippie, y aunque no era fea, tampoco era guapa, y no le importaba que la conocieran por ser mi amiga. Acabé la enseñanza secundaria siendo realmente famosa. Y me encantaba.

Había un chico que me gustaba mucho, pero nunca se había animado a nada conmigo. Se llamaba Esteban y era uno de los chicos estudiosos del curso, rubio de ojos azules y cara un poco aniñada. Me encantaba, pero no se daba la situación para estrechar contacto con él, porque pertenecíamos a grupos totalmente diferentes: él con sus amigos y yo con las tres chicas que me hablaban. Hay que decir que no tenía demasiada experiencia con chicos, aparte de un par de líos y de Manu, el amigo de mi hermana, y jamás había tocado siquiera a un compañero del colegio. Pero en mi clase se daba por hecho que yo debía ser una Súper Zorra y andar con cientos de chicos, porque estaba buena y eso es lo que se supone que hacen las tías buenas.

Teníamos un profesor muy moderno y didáctico, Jaime, que enseñaba Literatura. Me encantaba la clase, y él la daba muy bien. Se le ocurrió ponernos un trabajo para hacer por parejas, sobre la Generación del 27. En aquella época del C.O.U., hacer trabajos en grupo era algo poco habitual, al menos en mi colegio privado no era para nada normal. Pero a este profesor le gustaba “desmelenarse” y estar en la vanguardia. Como no nos poníamos de acuerdo en cómo hacer los grupos, Jaime decidió hacerlos de manera aleatoria: por orden alfabético. Y tuve la suerte de que me tocó con Esteban, que tenía el mismo primer apellido que yo (y supongo que lo seguirá teniendo actualmente).

En medio del pudor de no conocernos prácticamente de nada, que era común a ambos, decidimos quedar dos veces para hacer el trabajo: la primera en casa de Esteban y la segunda en mi casa. Decidí que tenía que aprovechar la ocasión para liarme con aquel chico. Para ir a su casa, me preparé bastante, con una minifalda cortita, camisa blanca ceñida y calcetines por la rodilla. Antes de salir de casa pensé que era demasiado evidente, así que me borré el maquillaje y me recogí el pelo en una cola. Como arme secreta, puse algunas de mis fotos más sugerentes en mi carpeta del instituto: fotos en la playa, de las vacaciones, en bikini, en ropa de salir y, sobre todo, las mejores fotos de la sesión en bikini que me habían hecho para la tienda de ropa.

Fue una tarde de tensión y trabajo. Estábamos en su cuarto. Yo me senté en su cama, y es evidente que eso le provocaba imaginaciones y calores. No dejaba de mirarme las piernas y el escote, pero desde luego no tenía pinta de ir a tirarse encima de mí. Sobre todo porque estaba su hermano mayor en casa, estudiando, y supongo que le daba corte. En un momento dado, me fui al baño, pero teniendo cuidado de dejar mi carpeta de clase encima de su cama, abierta justamente por el apartado donde guardaba mis fotos preseleccionadas. Al volver, me pareció evidente que las había estado mirando, pero no comentó nada, aunque me parecía ver en sus ojos un brillo diferente, y notarle más nervioso que antes. A pesar de todo, esa tarde trabajamos. De hecho, adelantamos prácticamente todo el trabajo ese día. Y a pesar de que no era necesario quedar un segundo día, ninguno de los dos hizo ningún comentario al respecto: ambos queríamos volver a vernos.

Esa segunda tarde fue en mi casa. Traté de quedarme sola, porque, para mí, esa tarde era “ahora o nunca”. No fue difícil. Mi hermana mayor no vivía en casa durante el curso universitario, mis padres trabajaban, y mi hermana pequeña estaba toda la tarde en clase de ballet, pero tuve que sobornar a mi hermano de forma indirecta: le había prometido regalarle por su cumpleaños un videojuego para su consola Nintendo, pero me sacrifiqué, cogí mis ahorros (tenía todavía algo de lo ganado con las fotos que me había sobrado del ciclomotor) y le dije que serían dos juegos. Le di el dinero y, como en aquella época, sólo se podían encontrar videojuegos en unos conocidos grandes almacenes, me aseguré con esa jugada que estaría fuera con sus amigos toda la tarde.

Al llegar Esteban a casa, yo estaba sola. Le abrí la puerta en zapatillas, con unos pantalones de algodón muy cortitos y una camiseta de tiras que dejaba ver el sujetador. Pasamos a mi cuarto, donde le tuve que pedir disculpas porque no había recogido un par de braguitas que estaban encima de mi cama (las había puesto yo misma allí, cinco minutos antes). Además, puse a la vista varias fotos mías en bikini, que normalmente no estaban tan visibles. Mientras mi compañero  iba repasando, sentado en mi cama, que el trabajo estuviese bien, yo estaba tumbada bocabajo en el colchón, muy cerquita de él, meneando coquetamente mis pies descalzos en el aire. Esto le iba poniendo cada vez más nervioso. Se daba cuenta de que el trabajo estaba prácticamente terminado, que no necesitábamos una hora entera para rematarlo. Aunque la situación me resultaba morbosa y excitante, no tenía con 17 años la paciencia y capacidad de disfrute que tendría hoy en día. Digamos que me impacienté un poco, y pensé en cómo atacar.

-¿Te gusta mi cuarto? – pregunté, aparentemente despreocupada.

-Pues… sí, está muy bien – respondió, apurado, porque apenas habíamos hablado en la tarde en su casa de nada que no fuera relativo a García Lorca y la Generación del 27.

-No hombre… me refiero a si estás cómodo conmigo – dije, con más malicia.

Esteban no sabía como interpretar aquella pregunta. Dudaba entre qué responder, así que le orienté un poco. Era la primera vez que manipulaba una conversación para dirigirla hacia el erotismo, y resultó increíblemente fácil:

-Es que ya sabes… como tengo mala fama en clase, me llaman puta y cosas así, por las fotos en bikini y todo eso… ya sabes… a lo mejor estabas nervioso por si te voy a atacar o algo – le dije, con mucha normalidad, terminando la frase con una risa desenfadada.

-No mujer… Yo te veo normal – el chico empezaba a no saber dónde meterse. Parecía estar deseando que mi fama fuera cierta, y que me echase en sus brazos, pero era tímido, muy buen chico y no sabía cómo decírmelo. Así que le ayudé:

-Hombre, no me como a nadie… – mirada sostenida al chico, que estaba rojo como un tomate maduro – ¿O es que tú quieres que lo haga?

-Joder… no sé… – el chico estaba atrapado tras mi frase de película barata.

-A mi me apetece… ¿a ti te apetece? – diálogo de besugo, pero fue lo mejor que se me ocurrió. – Total… el trabajo de Literatura ya lo hemos terminado. Ahora podemos pasarlo bien un rato.

Hoy en día, soy consciente de que aquellas frases mías eran más propias de un mal burdel que de una seducción entre adolescentes. Pero la situación, desesperada, y mi inexperiencia, no me dejaban muchas posibilidades.

En vez de partirse de la risa con mi ridiculez, Esteban estaba visiblemente excitado, aunque los nervios le traicionaban, parecía haber decidido probar aquella situación, a ver qué sacaba de ella. Así que me acerqué, y me eché sobre él. Recuerdo vagamente todo lo que vino luego, con muy poca claridad. Creo que cuando una todavía está bajo el influjo de las hormonas de la adolescencia pierde capacidad de memoria. Nos enrollamos, eso sí lo recuerdo. Él era mucho más tímido que yo, así que en el fondo debió pensar que mi fama de pendón y chica-súper-experta debía ser cierta.

Como era habitual, Esteban se centraba en mis pechos. En aquella época, por lo que me contaban mis amigas, la mayoría de las chicas se dejaban tocar el pecho, pero sólo sobre la ropa, y sólo por sus novios. Tener la posibilidad de tocarme las tetas en directo, primero en mi sujetador, y luego directamente sobre mi piel, debió hacerle sentirse muy afortunado. Le pregunté si alguna vez le habían hecho una paja (yo ya sabía hacerlas, más o menos, y quería presumir), y me dijo que una vez, una amiga del pueblo, en verano. Así que le pregunté si se la habían chupado.

-Nooooooo, que va!! – me dijo, como si el sexo oral fuera algo mitológico.

Lo era. Hoy en día, parece que todo el mundo está muy avanzado. Pero sólo hace diez o quince años, el sexo oral en muchas provincias de España era un misterio: si alguien lo practicaba, desde luego era legendario. Y en dos chicos de 17 años era un sueño imposible, por supuesto. Pero aquel día yo tenía ganas de probarlo.

Me había documentado con una película porno que se había grabado Ana, porque sus padres eran de los primeros que tenían Canal Plus: un canal de pago que, en aquella época, era la única forma de ver pornografía en España en la televisión. Todo el mundo sabía que el “porno del Plus” se echaba los viernes por la noche. Aunque poca gente lo tenía, los chicos alardeaban de haber estado viéndolo y, de hecho, al parecer muchos adolescentes (y no tanto) miraban las películas sin decodificar, lo cual era todo un ejercicio visual. El caso es que Ana había grabado una película porno en una cinta VHS que ponía “Los problemas crecen” (era su serie favorita). Nos la habíamos visto varias veces. No nos excitaba, pero nos hacía gracia. Excepto el sexo oral: a mí, desde el principio, me dio morbo la idea de meterme una polla en la boca. Y más aún desde que se la había tocado a Manu.

Me acerqué a Esteban y le bajé los pantalones. Y luego los calzoncillos. Lo hice de una forma bastante rutinaria, desapasionada, pero ninguno de los dos estaba para sutilezas. No sé quien estaba más asustado, pero yo al menos sabía que una no se queda embarazada con el sexo oral (mito bastante extendido entre mis compañeras de clase). Fue la primera vez que vi una polla en persona, porque las “señoritas” hacíamos las pajas por dentro del pantalón (hay que ver que tonterías…). Me gustó lo que vi. No era tan grande como la del actor porno de la película de Ana, pero era más atractiva, lisa, y muy cálida.

Me la metí en la boca. Muy despacio. Y apliqué el sistema “caramelo de barra”: lamer suave, mientras la metía y sacaba de mi boca. Todo muy despacio. Esteban ponía los ojos en blanco, y repetía “Ay Dios” como si fuera la persona más religiosa del mundo. Yo estaba encantada, me gustaba notar la piel suave y el sabor un poco acre de la polla. Ni siquiera el olor me chocó. No paraba de lamer y chupar. Abrí la boca bastante, dejando la punta encima de mi lengua, y empecé a lamerle la punta de forma más activa. Fue ahí cuando se corrió, mientras resoplaba como si se hubiese quemado un dedo. Una cantidad respetable de semen salió disparada hacia mi boca y mi lengua. No me aparté, no tuve ese instinto (y quizás por ello sigue agradándome recibir el orgasmo en mi boca). Fue así, cortísimo. Pero muy morboso.

Ni que decir tiene que Esteban me pidió para salir. Estuvimos juntos una temporada. Él estaba encantado con mis mamadas, y aprendió a devolverme el favor. En los últimos meses de curso, existía la leyenda de que “Julia se la chupa a Esteban”. Pero esteban era un caballero, y callaba. El que calla, otorga. Sobre todo con la sonrisa de oreja a oreja que llevaba el chico todo el día.

praad.ultera@ymail.com

ESTRENOS (2ª parte): mi primera paja

3108478Sobre mi primera paja, ya he comentado anteriormente:

¿A quién le hiciste tu primera pajilla? –Pues tardé lo mío. Yo tenía 16 años ya, el chico era algo mayor, 19 creo que tenía ya. Era más experto que yo, pero me dijo que verme novata le había excitado. No sé si lo dijo por ayudar, o sería verdad.

https://diariodeunaadultera.wordpress.com/2009/01/29/un-test-subido-de-tono

Como dije en otro momento, a los dieciséis años “yo ya era una verdadera cabrona. Estaba encantada de conocerme. Mi cuerpo y yo irritábamos bastante. A las otras chicas, porque si yo estaba presente, no ligaba nadie. A los chicos, porque no era una chica facilona, así que se morían de ganas. A mis profesoras, porque era suficientemente mayor para que me tuvieran ya algo de envidia, y encima era buena estudiante. A mis profesores, porque les hacía plantearse su ética profesional el hecho de intentar no mirarme, y además me tenían que poner buenas notas. A mi hermana mayor, porque su novio me comía con los ojos al llegar a casa. A mi hermano menor, porque sus amigos venían a casa con cualquier excusa, pero no para verle a él. A mi padre, porque sus amigos también me miraban cuando venían de visita. Y a mi madre, porque mi hermana pequeña, de mayor, quería ser como yo. Y todas esas cosas me encantaban”.

Con esa edad, yo ya estaba totalmente reconciliada con mi físico, no me daba vergüenza ninguna que los hombres se fijasen en mí cuerpo con deseo, ni notar que mis tetas protagonizaban la atención de los que me rodeaban. Empezaba a pensar que podía ser divertido manejarse con mi atractivo, jugar con él. Era una chica decidida y envidiada.

Mis padres no eran especialmente antiguos, pero cuando salía por ahí les daba una (falsa) sensación de tranquilidad que lo hiciera con Noemí, mi hermana mayor. Ella no es mucho mayor que yo, realmente sólo nos llevamos dos años, pero, lógicamente, ella alcanzó primero que yo esos legendarios “18” que, en España, cuando eres adolescente parecen la frontera entre ser una niña y hacer lo que te da la gana, pero que para los padres suponen una sensación de tranquilidad y garantía en los actos de su hija “adulta”. Siempre pasábamos las vacaciones en la playa, en el pueblo familiar, donde yo solía aburrirme bastante porque no había gente de mi edad en el grupo de amistades y vecinos, de modo que, por tratar de entretenerme, y porque mis padres se quedasen tranquilos, solía “acoplarme” con mi hermana Noemí y su grupo de amistades.

Cuando yo tenía 12, y ellos estaban entre 14 y 18, yo era la “enana”, o “Julita”. No les molestaba, pero tampoco les hacía gracia tenerme todo el día con ellos. Pero la cosa fue cambiando, poco a poco, a medida que yo crecía y me desarrollaba. Con 15 años la mayor parte de los amigos de mi hermana empezaban a pensar “caramba con la niña”, y estaban siempre muy pendientes de mi, pero el verano que yo tenía 16 ya estaba prácticamente desarrollada, era muy coqueta, me gustaba mi cuerpo y empezaba a saber usarlo. Eso, supongo, me convertía en una constante tentación para ellos.

No era casualidad que los chicos del grupo, todos ellos tres o cuatro años mayores que yo, propusiesen “ir a la playa” todas las mañanas, como plan ideal para ocupar el tiempo. Mi hermana y sus amigas empezaban a darse cuenta de que, para sus amigos, yo empezaba a ser una atracción, porque siempre había voluntarios para jugar a las raquetas o bajar al agua conmigo. Al fin y al cabo, a ellas ya las tenían más conocidas, más vistas, y yo era la novedad, recién salida del horno, con aquel bikini rosita de nudos que empezaba a quedarme un poco ajustado de más.

La mayor parte de los días, íbamos a la casa de uno de ellos, “Manu”, que vivía en una finca junto a la playa, un poco alejada del resto del pueblo. Era un sitio tranquilo, con un jardín para estar en pandilla y una pequeña piscina hinchable para refrescarse. Manu era un chico de ojos claros, guapo, muy alto y bastante tímido, que había estado saliendo con mi hermana el año anterior, y con Sara, otra amiga del grupo. No era el líder pero todos le querían, además de otras cosas, porque su casa era el “local social” del grupo. A mi me caía muy bien porque era más parecido a mí, callado y estudioso. Normalmente estábamos en su jardín y su piscina mientras él aprovechaba un poco para estudiar para los exámenes de septiembre en su cuarto, y luego bajaba a estar con nosotros. Entre semana, estaba solo, porque sus padres (que no sabían que en su casa se reunía el grupo de amigos) solamente venían al pueblo los sábados y domingos desde la ciudad.

El día en cuestión fue un domingo. Mi hermana y sus amigas propusieron salir de marcha al pueblo cercano, donde celebraban una Fiesta de la Espuma en la playa. Noemí fue muy hábil, comentando detalles sobre la fiesta en la comida, con toda la familia delante, así que mis padres decidieron que yo no iría, porque ellos tenían edad para esa fiesta pero yo era una adolescente. No me molestó demasiado quedarme sin fiesta, ya me imaginaba que el plan no sería interesante para mí. Cogí mi toalla, me puse mi bikini rosa y un short blanco, y bajé sola a la playa, muy temprano después de comer. Tomé un poco el sol y me di un paseo. Mientras caminaba, vi a Manu despidiéndose de sus padres en la puerta de su finca. Entendí que no había ido con la pandilla a la fiesta de la espuma porque sus padres debían estar en casa, y como el chico me caía realmente bien, esperé a que sus padres se fueran y me acerqué a su casa, a hacerle una visita.

Se sorprendió al abrir la puerta y verme allí. Supongo que esperaba que fueran sus padres, que se habían subido al coche apenas hacía dos minutos. Hicimos algunos comentarios sobre la fiesta, el me explicó que no había ido porque estaban sus padres, y me invitó a pasar. Yo me sentía bastante excitada y nerviosa. No sabía coquetear, mucho menos con universitarios tres años mayores que yo, y muchísimo menos todavía con un amigo de mi hermana que me conocía desde que yo era una niña. A pesar de los nervios, acepté su invitación y entré.

Me quité el pantaloncito y me quedé en bikini, tomando el sol con él en su pequeño jardín. Era muy excitante para mi estar allí, a solas con él, donde normalmente estábamos con el grupo entero. Hablamos con mucha sinceridad, nos reíamos mucho. Él era realmente muy amable y divertido, y yo notaba que su mirada se le perdía a veces en mi cuerpo. Especialmente en mis tetas. Era muy halagador, me gustaba pensar que mientras hablaba no podía evitar mirarme los pechos, así que de vez en cuando me colocaba el bikini para provocarle, aunque notaba el calor del rubor en mis mejillas al hacerlo. Creo que fue la primera vez que utilicé ese recurso tan efectivo, y funcionó muy bien, porque no tardó mucho en proponer que nos diéramos un baño en su piscina, para disimular el bulto de sus bermudas. La piscina hinchable era muy pequeña. Es curioso que en ese tipo de piscinas no hay espacio suficiente para nadar, pero cuando te metes en una, siempre “haces como si nadases”. Como era muy poco el sitio para los dos, estábamos realmente muy cerca, chocábamos y nos rozábamos los pies todo el rato.

Al salir del agua, con el cuerpo mojado, yo estaba bastante salida. Digamos que yo también le miraba a él, los abdominales, el trasero, incluso el paquete. Era un chico mayor, estaba muy bien físicamente, y me gustaba mucho. Me duché con una manguera de goma que tenía en el jardín, y le pedí que me sostuviese la toalla mientras me quitaba la empapada braguita del bikini y me ponía solamente el short. Me ayudó, pero se le veía temblar con la tensión. Como no se decidía a entrarme, con la absurda excusa de que tenía que poner a secar el bikini, me quité la parte de arriba, quedándome con los pechos al aire, apenas a unos centímetros de él. Lo hice temblando de miedo y vergüenza, pero el acto fue lo suficientemente surrealista y absurdo como para que Manu captase la indirecta. Todavía sujetando la toalla alrededor de mi cintura, se acercó a mi boca y me besó.

Yo estallé. Le empecé a comer la boca como sólo se hace en la adolescencia. Nos sentamos en una tumbona y nos empezamos a “enrollar”. No tenía yo una gran experiencia besando, pero me había dado algún lote en el instituto. Mi estilo, un poco brusco y adolescente, le excitaba, pero sobre todo se volvió loco cuando le pedí que me tocase las tetas: parecía que estaba esperando mi permiso para hacerlo. Lo hacía con mucho cuidado pero de forma muy apasionada, y yo me puse muy húmeda. Notaba sus manos abarcando mis pechos y acariciando mis pezones, que estaban ya durísimos.

Cuanto más me tocaba, más dura se le ponía la polla. Yo tenía muchas ganas, y mucho miedo, porque no sabía qué hacer con ella. Me armé de valor y metí mi mano por debajo de su bermuda. Me encontré con algo caliente y durísimo. No había imaginado que fuese tan dura, pero la calidez me sorprendió mucho más. Él también estaba sorprendido, porque no esperaba tanto atrevimiento por mi parte, y empezó a gemir. Le dije que nunca lo había hecho, y si quería que siguiese. Él me dijo que siguiese, lógicamente, y que no me preocupase. Temblorosa y tratando de hacerlo lo mejor posible, según yo me lo imaginaba, empecé a hacerle una paja. Manu estaba como paralizado, sólo susurraba “más fuerte” de vez en cuando. Yo, que era una ignorante, tenía miedo de hacerle daño o algo por el estilo.

Así, mientras nos seguíamos comiendo la boca, y a él le faltaban manos para tocarme las tetas, yo le hice una paja, bastante corta. Él empezó a ponerse tenso y de repente noté el semen caliente salpicando mi mano y parte de mi cuerpo, mientras él jadeaba como si se estuviera muriendo. Yo, preocupada, le pregunté si lo había hecho bien, y él me dijo que sí, que había estado de maravilla. Yo seguía muy excitada, y más después de haberle hecho la paja, porque estaba muerta de vergüenza, de haber llegado hasta ahí.

Manu se incorporó un poco, empezó a besarme con más empeño, y noté como metía su mano dentro de mi short. El primer contacto de sus dedos con mis labios húmedos me dio un estallido eléctrico por toda la espalda. El placer era excesivo. Me quedé paralizada. Sólo sabía gemir. Ni siquiera respondía a sus besos, porque me había cogido por sorpresa. No recuerdo cuanto tardé, pero sé que me corrí en seguida, pensando que era mucho mejor que cuando me lo hacía con mis propias manos.

ad.ultera@ymail.com

ESTRENOS (1ª parte): mi primera autosatisfacción

dsc0003dEstrenamos “miniserie”, por petición de la audiencia. Para empezar por el principio, recordaré la primera vez que me masturbé que, además, fue la primera vez que tuve un orgasmo. Para quienes no lo hayan leído, ya mencioné de pasada el asunto en “Un test subido de tono”, así que os lo pego aquí:

“La primera vez que te excitaste en tu vida –No se la primera, pero recuerdo estar en cama tumbada, como con 14 años, con la mano entre las piernas. Como inconsciente, empecé a tocarme, sin ningún objetivo concreto. El escalofrío cuando llegué al orgasmo fue algo tan raro y placentero que casi me dio miedo.”

https://diariodeunaadultera.wordpress.com/2009/01/29/un-test-subido-de-tono/

Recuerdo muy bien aquel día, tan importante al fin y al cabo para una persona. Era domingo por la mañana, y en mi casa había una pequeña tradición no escrita: los domingos por la mañana, a toda la familia, le gustaba quedarse más tiempo en cama y aprovechar para leer un rato. Yo estaba leyendo un libro sobre las reglas del voleibol (qué cosas…). Siempre me ha gustado el ejercicio físico, y con 14 años tenía bastante claro qué quería hacer de mayor. Era buena estudiante, y me lo tomaba muy en serio el tema del deporte. El libro me lo había prestado el profesor de Gimnasia, a petición mía.

Estaba echada en la cama, bocarriba y bastante dejada, y entraba mucha luz por la ventana. Creo que debía ser mayo, hacia finales del curso, porque hacía calor en mi cuarto, y normalmente me gustaba leer poniéndome por encima de las sábanas. Puedo recordar que tenía puesto un pijama ligero, de pantalones cortos, pero no puedo recordar exactamente cuál era en concreto.

Así echada, en aquella posición, tenía el abdomen al aire. Distraídamente, en un movimiento reflejo, con la mano izquierda en el libro, ocupaba mi mano derecha haciendo “dibujitos” sobre mi ombligo con mi dedo corazón. Estaba bastante concentrada en el libro, tratando de visualizar en mi mente los aspectos técnicos a los que hacía referencia, de forma que sólo era consciente a medias de que poco a poco mi mano derecha iba bajando.

Hay una zona, sobre la cadera, justo encima de la ingle, donde las caricias me resultan imposibles de soportar. Me da un escalofrío si me tocan, pero incluso me lo da cuando me toco yo misma. Con 14 años no tenía la experiencia de que me lo tocasen otras personas, pero si me lo acariciaba de vez en cuando yo misma. Fue mi primera estimulación erótica, imagino. Creo que debí bajar la cinturilla del pantalón, pero el caso es que estuve un buen rato acariciándome esa zona ultrasensible, con mucha suavidad. Cada vez que notaba el escalofrío, se contraían mis músculos abdominales en un espasmo a la vez insoportable y adictivo. Empezaba a estar más consciente de los movimientos de mi mano, aunque seguía con el libro. Lo siguiente, sucedió de forma más o menos paralela.

Por un lado, concentrada en el voleibol, observando las fotografías del manual donde unos chicos mostraban diferentes recepciones. Mi cabeza leía las letras cada vez más mecánicamente, porque poco a poco las imágenes de los antebrazos en tensión y flexionados empezaban a ser muy sugestivas para mi. No es que imaginase a los chicos de las fotografías en ningún momento especial, sólo pensaba en sus brazos fibrosos y, de alguna forma, supongo que pensaba en tocarlos, en su tacto firme y sudoroso.

Por el otro lado, mi mano derecha seguía explorando, casi con vida propia, en un movimiento muy espontáneo y reflejo, el entorno de mi ingle y mi pubis. Nunca he tenido mucho vello púbico, pero me hacía gracia y me daba “gustirrinín” (palabra muy española) juguetear con él entre mis dedos, como si lo rizase. Empecé a hacerlo, y con ello mis yemas acariciaban mi piel. La sensación era rara, parecía una extensión de los escalofríos anteriores, los de las caricias en el bajo abdomen, pero nunca me había masturbado: no pensaba que pudiera “funcionar”.

Vagando por mi pubis, mis dedos (el índice ya se había sumado al corazón) llegaron a la frontera, rozando la comisura superior de mis labios. Me estremecí, pero como las sensaciones eran suavemente progresivas, no pensé que estuviera masturbándome. Acaricié mis labios, con cierta normalidad, pero también notaba que había algo “nuevo” en mis sensaciones. Además, me di cuenta de que estaba muy húmeda, realmente mojada. En la adolescencia, te acostumbras a esa humedad, a veces es realmente incómoda, pero no la asocias con el sexo, o yo al menos no lo hacía.

Recuerdo tantear entre mis dedos (en esto ya operaba también el pulgar) el cálido flujo, y recuerdo pensar que me pareció bastante consistente, menos líquido que otras veces. Estaba impregnándome por toda la boca, y al separar levemente los labios la cosa fue a más. Yo mientras tanto seguía acariciándome en un movimiento casi reflejo, aunque ya era consciente de que nunca había “explorado” mi sexo en una circunstancia como aquella. Mi pulso se aceleraba, y yo trataba de concentrarme en el libro, pero notaba que, esencialmente, me estaba poniendo cachonda.

Era una sensación nueva. Algo puramente animal, o químico, diferente a las maripositas que, con 14 años, identificas con el incomprendido binomio “amor/sexo”. Aquello que tenía entre mis dedos era sexo, y nunca lo había sentido antes. Empecé a juguetear con mi mano, separando mis labios empapados, jugando un poco con ellos, deshojándolos, cuando encontré un punto, justo en la parte de arriba, donde mis caricias me daban una sensación nueva. Ya no pensaba en el libro lo más mínimo, aunque seguía leyendo. Mi mente estaba experimentando la sensación de acariciarme, ya más fuerte (instinto puro), en el entorno de mi clítoris. Con la parte lisa de las yemas empecé a masturbarme, y… de repente, la creciente tensión muscular empezaba a saturarse, un escalofrío me empujaba desde mis propias entrañas y una sensación jamás sentida, indescriptible, que me mataba de un gusto mucho más difícil de contener del que nunca había experimentado en mi vida.

Soltando un corto y agudo suspiro, entre la sorpresa, el pudor, el placer y el miedo, me corrí. De hecho, unos minutos después, pensé: “Así que esto es correrse”. Entendí entonces por qué se usaba ese verbo tan raro (correr-se), que me llamaba la atención cuando se lo escuchaba a algunos chicos (muy pocos que yo conociera lo pronunciaban, solo los “bravucones”): la sensación no se podía definir con palabras, pero si hubiese alguna posibilidad, sería el haber sentido que “me corría” (no sé a dónde).

Mis braguitas quedaron bastante mojadas, y con un aroma extraño que no era capaz de identificar con nada concreto, aunque remotamente se parecía al olor habitual de mi sexo. Las guardé en un cajón, para lavarlas mano cuando el cuarto de baño estuviese vacío, porque por primera vez, la idea de que mi madre lavase mis bragas, «aquellas» en concreto, con mi olor íntimo, me abochornaba. Deduje que había tenido un orgasmo, y entendí perfectamente por qué a la gente le gusta tanto el sexo. Sólo pensaba en si sería capaz de repetir el procedimiento de forma adecuada para volver a experimentar esa sensación maravillosa. Y también pensaba, muy preocupada, que si me aficionaba mucho, tendría que buscar una solución para mis braguitas usadas.

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Dedicado a Txema por la sugerencia del tema.

Estos días son de compromisos vacacionales familiares, y no he tenido tiempo para actualizar como es debido. Espero que esta serie de pequeños recuerdos compense la semana en blanco a los más fieles.

ad.ultera@ymail.com

«De Tacones y Medias»

MG_2429Dice en la Wikipedia:

«El tacón alto es ampliamente reconocido en el mundo entero como un símbolo de feminidad, ya que produce en la mujer un caminar esbelto y elegante».

http://es.wikipedia.org/wiki/Tac%C3%B3n

Estoy pensando ahora mismo en algunas amigas y conocidas, que andando con tacones parecen gansos alcoholizados, porque nunca los utilizan y cometen el error de recurrir a ellos (por compromiso o convención) para las que llamamos «ocasiones especiales» (desde bodas hasta entrevistas de trabajo), y pienso seriamente que los autores de la Wiki no saben lo que dicen: el «caminar esbelto y elegante» sólo si da si eres una mujer de tacones.

La mayoría de amigas que tengo que usan tacones lo hacen en relación a su estatura: tienen complejo de ser bajitas (algunas injustificadamente) y usan tacones para «crecer» un poco. El problema es que los hombres (esa especie animal tan dada a la observación) no suelen darse cuenta del truco, y así estas mujeres que simulan 5 centímetros más por medio de un tacón se acaban enredando en la espiral del tacón… y ya jamás salen de casa sin él.

Yo siempre he sido una chica alta. Ya lo he comentado en otra ocasión anterior, pero en el colegio era conocida por ser alta (mis padres lo son, y dice el saber popular que la estatura se hereda). Al llegar a la enseñanza secundaria, era la chica más alta del curso, y creo que no me disputaron ese título en años. Sigo siendo una de las mujeres más altas de mi círculo de amistades. Y eso hace que mi relación con «el tacón» sea totalmente voluntaria, muy diferente a la de otras amigas mías. Nunca lo he llevado por necesidad, ni he sentido el deseo de ser más alta.

taconMis primeros tacones fueron unos zapatos negros, descubiertos y atados al tobillo, para usar en una presentación de la clase de ballet. Era todavía niña, y aunque me sobraba zapato, y eran de medio tacón, la ventaja de ser «pierni-larga» es que no tropezaba con los tacones como otras niñas. Me acostumbré rápido a ellos. Durante los años siguientes, me puse varias veces más esos y otros tacones, nunca muy altos, pero siempre era como parte de algún montaje de baile. De adolescente entré en un grupo de sevillanas, y aunque tampoco son tacones altos, me acostumbré a bailar con un «medio tacón».

Tenía 14 años cuando tuve mis primeros tacones. De mi propiedad: me los compraron para ir de boda. Eran unas sandalias, con tacón de aguja, no muy alto. Realmente eran preciosas, de color malva y tiras de seda. Iba a ser dama de honor, y tenía que estar a la altura del acontecimiento. Tenía miedo de no ser capaz de moverme bien, estaba algo tímida por los tacones (junto a mi primer «vestido de adulta», la primera vez que me vestía de gala como una chica y no como una niña). Entrené en casa, pero pronto no me hizo mucha falta. Estaba bastante claro que andar en tacones no iba a ser una dificultad para mi. Cuando eres capaz de andar sobre las puntas de ballet, los tacones son pan comido.

Con 15 pedí unas botas altas de tacón. Para salir con las amigas. Eran negras, elegantes, esbeltas. Me sentía ya todatacon2 una mujer con esas botas. Por eso creo que me gustan los tacones de aguja sólo en sandalias y botas, y muy poco en zapatos comunes. En mi armario zapatero, abunda el zapato bajo, o con semitacón, pero la mayor parte de las sandalias son altas, y todas mis botas son de tacón de aguja, algunos de ellos francamente altos.

Tardé en saber de la sexualidad de los tacones. Me lo explicaron varios amigos, también alguna amiga. Para mi es una prenda como cualquiera, la uso con normalidad, me parece sexy y me gusta disfrutarme y que me disfruten con tacones. También supe que algunas mujeres lo veían humillante, o símbolo de la «dominación milenaria del macho» y esas cosas. Me pareción ridículo. Yo uso tacones amenudo, y no me siento humillada. Sólo no los uso nunca para trabajar: no es muy cómodo dar clase en tacones, el ruido del taconeo despista a los alumnos, y menos todavía si es la clase de Educación Física en el gimnasio, donde debes estar dispuesta para el ejercicio.

Lo que mas me gusta de los tacones es, precisamente, el taconeo. Ese maravilloso ruido que anuncia a todas las personas que están cerca que se aproxima Una Mujer. Me gusta taconear decidida, llamando la atención de los hombres y las mujeres, como si fuera un cascabel que los convoca. Si normalmente me miran, con el sonido del taconeo la espectación crece.

Si alguien abriese ahora mismo la puerta de mi armario zapatero vería bastantes tacones. Mis favoritos son aquellos realmente finos, pero no especialmente altos (tampoco me gusta sacarle una cabeza a todo el que me rodea). Me gustan los zapatos muy femeninos, y sobre todo, como decía antes, las sandalias, o zapatos descalzos, y las botas. Es un contraste fuerte: o bien el calzado más descubierto, o bien el calzado que menos deja a la vista. Pero creo que no hay nada mas sensual que unas piernas desnudas, al aire, apoyadas sobre unas sandalias, algo pijas, o bien unas piernas enfundadas en medias satinadas brotando de unas botas de caña ajustada.

3015187Las medias también están en mi ecosistema natural. En mi escuela teníamos uniforme, de manera que te acostumbrabas a llevarlas, creciendo con ellas: primero, de niña, llevabas calcetines o panties, hasta que eras suficientemente mayor para llevar medias, o unos panties mas finos. Cuando era adolescente hubo una moda, bastante fugaz, que consistía en llevar unas medias gruesas, justo por encima de la rodilla, con una minifalda corta. Sólo se veía, por tanto, la piel de los muslos, pero resultaba bastante sugerente.

No me gustan las medias «de fantasía» (ApH: así se llama comunmente a las medias que tienen dibujos en su superficie). Prefiero las medias lisas, transparentes, y algo satinadas, sin exagerar. De vez en cuando, una media de rejilla tiene su gracia, pero muy de vez en cuando, porque tienden a cansar. Para vestidos elegantes, mucho mejor llevar medias que panties, desde luego. La caida y el tacto es totalmente diferente. Y lo más importante de una media es el tacto: es la diferencia entre sentirte senaulmente enfundada o torpemente plastificada.

En el caso de los panties, me gustan más gruesos, opacos, de algodón, y acanalados. Puede resultar tosco y poco erótico, pero con piernas largas, estos panties dibujan la silueta mejor que ningún otro, a la vez que transmiten un mensaje diferente a la persona que te mira: si las medias transparentes dicen «mira que piernas más bonitas tengo y cómo me gusta lucirlas», los panties transmiten la morbosa idea de «tengo las piernas bonitas, y no necesito presumir de ello, porque incluso con estos panties tan normales me las estás mirando». Transmiten seguridad.

Aunque la verdad, lo que mas me gusta es llevar mis piernas desnudas, sin medias. Me cuido mucho la piel, y mis piernas digamos que son envidiables. Me gusta sentir el aire sobre ellas, el tacto del roce de una sobre la otras. Pero mi complemento favorito para las piernas siempre han sido los calcetines. Altos, por el gemelo o un poco debajo de la rodilla, los llevaba desde los 12 años, con el uniforme de la escuela. Ahora que ya no tengo edad escolar, ponerme calcetines de ese tipo, con un toque «lolita colegiala» bastante evidente, es una provocación suave y sensual, una forma de decir que estoy todavía aquí para ser admirada.

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561Dedicado a Amo Consus, por la sugerencia del tema.

 

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Lencería de una madre – Mi ropa interior

Un lector y amigo me ha propuesto que hablase de mi ropa interior. No se me había ocurrido, pero en cuanto he leído la propuesta, me ha parecido interesante. Ahora mismo estoy sola en casa, lo estaré durante un buen rato, así que he decidido sacar los cajones de la lencería y ponerme a escribir sobre ello. Suficiente tiempo para hacer inventario de mis tejidos íntimos. Para empezar, no creo que mi lencería responda al estereotipo de “lencería de una madre”, por desgracia para otras madres. También es verdad que soy una madre especialmente joven, y que en eso tengo mucha ventaja, porque soy “joven y madre”, que es como yo prefiero verlo.

Me gusta ser madre y tener tangas y transparencias, no sólo por poder ponérmelos, sino especialmente porque esa mezcla entre morbo y respetabilidad me provoca cosquilleos. Adoro la lencería. Cuido mucho mi vestuario, pero sin duda la lencería es una parte que me ha gustado siempre especialmente. Por eso tengo un mueble cajonero entero con lencería. Puede decirse que colecciono ropa interior, y también ropa de baño. Pero hoy toca la interior. Examinemos cada cajón, contando de arriba hacia abajo.

Cajón nº1: el cajón de las braguitas

Me gustan las braguitas (bombacha, calzón, pantaleta o blúmer, según el país de América Latina de cada lector). Las considero más nobles que los tangas, y por eso las uso tan a menudo como a sus camaradas. No uso “bragas de mercadillo”, sino lencería cuidada. Viéndolas ahora mismo, tendidas sobre mi cama, me doy cuenta de que hay un cierto estilo mayoritario, aunque hay mucha variedad.

Un especialista en estadística sacaría algunas conclusiones, y muchas de ellas son inesperadas para mi:

-Me gustan los colores fuertes (naranja, turquesa, amarillo), pero sólo hay una de color rojo y ninguna rosa.

-No tengo ninguna de color “carne”. Al parecer, me deshice de todas, afortunadamente.

ApH (Aclaración para Hombres): el color “carne” es ese horrible color, más oscuro que la piel, que se le pone a alguna lencería y le da aspecto de braga de la abuela; supuestamente para que no transparente, siempre resulta mucho más visible, y fea, que cualquier lencería de otro color.

Erotismo_traseros_ziza_7– El blanco gana al negro por goleada, pero no es un blanco-liso-algodón, lo que en España se llama “blanco Princesa” porque es el color de las braguitas de cuando eres niña, sino un blanco-marfil con transparencias o bordados.

-Los tejidos que dominan son lycra y blondas, y hay pocas en algodón.

-Para mi sorpresa, casi la mitad son de estilo brasileño, aunque las bragas brasileñas no me gustan especialmente ni me resultan muy cómodas. ¿Quién las habrá comprado?

ApH: “estilo brasileño” significa que la parte de atrás de la braguita es mas estrecha de lo normal, con lo que se queda como la mitad de cada nalga fuera de la tela.

-En la decoración, hay muy pocos bordados y encajes, pero la mayoría son transparentes, en mayor o menor grado. Son mis favoritas. No hay apenas estampadas, y sólo tengo una con palabras impresas: fue un regalo de amigas, y creo que nunca me las he puesto.

-Soy muy ordenada: en este cajón no sólo no se me ha colado ningún tanga, sino que tampoco hay ningún culotte. Mi madre estaría orgullosa de la organización de mi cajonera.

-Casi todas son de tiras finas pasando por encima de las piernas. Y las pocas que no son de tiras, son de “cuello alto”, lo que explica porque se me asoman a veces por los lados cuando llevo vaqueros, y por eso creo que uso mucho menos este tipo de braguita que las de tiras. Todo tiene una lógica.

ApH: “cuello alto” significa que la cinturilla es un poco más alta de lo normal, sobre todo por los lados encima de las piernas. Es un corte que se usa más en bikinis y trajes de baño, porque estiliza los muslos.

-De todas las del cajón, mi favorita es una de estilo brasileño, tiras finas, de blonda totalmente transparente y color naranja y muy baja de cuello. Es tan bajita que el principio del pubis y un poco de culete se quedan sin tapar. Tengo tres iguales, y hacen conjunto con un sujetador y un top del mismo color. Si me agacho cuando las llevo, con pantalones, se puede ver un poco de mi culito si no tengo cuidado, y por delante asoma el inicio de mi pubis.

-Las braguitas que están en este cajón son “de uso diario”, y viéndolas por encima, me reafirmo en que tengo una lencería muy cuidada y sexy para uso cotidiano.

Cajón nº2: el mundo de los tangas

Antes decía que me gustan más las braguitas, pero es verdad que cada vez uso más tangas. Soy de la generación que, en España, vivió la introducción del tanga como prenda de moda. Lo probé y al principio no me gustaba demasiado, pero por su comodidad, lo uso casi a diario. Cuando te haces al caminar con el cordel entre las nalgas, ya está todo hecho.

ApH: aunque muchos hombres suponen que las chicas usamos tanga “para provocar”, la realidad no es así, la mayoría usamos tanga porque, con los pantalones, es más cómodo, sobre todo en verano, y no se marca tanto. Aunque es como todo, para gustos, y hay muchas chicas que no están cómodas con tanga, y también algunas que se lo ponen… para provocar.

Lo bueno del tanga es que no marca con pantalones, es ligero, no da calor, ocupa muy poco para hacer equipajes y en los cajones, y, para uso diario, además te sientes un punto descarada llevándolo. Si además llevas minifalda, en algún momento quien te vea puede pensar que vas sin lencería. Lo malo del tanga son sobre todo dos cosas: se gastan mucho más rápido que las braguitas (se enredan, arrugan, cogen bolitas, te los roban…) y, sobre todo, es más difícil de conjuntar, porque normalmente se compran en packs de 3 o más, sin combinar con un sujetador, mientras que las braguitas normalmente tienen posibilidad de combinarse con un sujetador.

-Por el contrario a las braguitas, la mayoría de mis tangas son de algodón, pero también hay algunos de blonda y tules, y sólo hay un par de lycra. La blonda es la tela más sensual, porque además de ser transparente, es muy suave y te sientes acariciada por ella, aunque… se humedece muy rápido.

tng-Por detrás, sobre todo son de triángulo fino. Me gustan más y me parecen más delicados que los de cordón o “hilo dental”, porque el cordel tiende a enroscarse y queda muy feo.

-Los tangas “sueltos” (que no conjuntan con un sujetador o un top) son mayoritariamente de color rojo o rosa fuerte. Es curioso, porque casi no tengo braguitas de estos dos colores, pero en los tangas son mayoritarios. También hay bastantes naranjas, amarillos y negros.

-Sólo tengo dos tangas blancos, los dos de blonda transparente y los dos son parte de un conjunto de lencería y son los que más uso. Y tengo un tanga de leopardo, aunque no recuerdo habérmelo puesto nunca desde mi despedida de soltera (¿quizás ebria…?).

-En general, mis tangas son más juveniles y menos “sofisticados”: hay bastantes de colores vivos, con dibujos, lunares o listas. De hecho, en la colada debo separarlos bien, porque no es la primera vez que se confunden con alguno de mis hijas, mientras que con las braguitas no suele pasar porque las mías son mas sexy y las de ellas mas juveniles.

Cajón nº3: sujetadores y conjuntos

El sujetador (sostén, brassier), normalmente, se compra suelto, sin hacer conjunto. Esta es una revelación que a muchos hombres les va a llamar la atención. Pero es que esta prenda es mucho más cara de lo que puede ser una braguita o un tanga. Como a mi no me gusta nada llevar el sujetador diferente a la braguita/tanga, lo que hago es ir a una tienda donde están conjuntados, de forma que por cada sujetador te compras dos o tres braguitas y dos o tres tangas, a veces de formas diferentes pero el mismo color o diseño, que hacen conjunto con él.

El sujetador me parece la prenda femenina más sexy, y por eso los cuido especialmente. Pero ocupan mucho (no conviene aplastarlos), así que tienen un cajón para ellos solos.

Mi talla de sostén está, normalmente, entre la 90c y la 95c, dependiendo del modelo, si lleva o no relleno o aros, y si es un sujetador para marcar el pecho redondito (90c) o más bien uno para estar cómoda y con escote (95b o 95c).

Si alguien quiere un recordatorio sobre mis pechos:

https://diariodeunaadultera.wordpress.com/2009/05/26/mis-pechos-siempre-estan-invitados/

-Casi todos los sujetadores que tengo hacen conjunto con una o varias braguitas/tangas de los cajones 1 y 2. Me gusta ir siempre combinada y arreglada. Por eso, la mayoría son del estilo de las braguitas: colores fuertes, muchas transparencias y algún encaje. Sólo tengo un sujetador rojo y un sujetador blanco, aunque negros tengo varios.

rubiard-El tipo de sujetador que prefiero, con el que me siento más sexy, es el que se suele llamar “de capacidad”, con aros en la copa y muy adaptado al pecho para que quede bien y no haga bultos sobre la ropa. Casi todos los que tengo son así, aunque cambia un poco el corte y la forma del escote en función de la marca. Con esos te sientes muy femenina y vas pisando fuerte.

ApH: los “aros” son precisamente eso, unos aros metálicos, flexibles, que se colocan por debajo de la copa, bajo el pecho, para que mantenga su forma.

-También tengo tres sujetadores “sin aros”, uno negro de encaje, uno amarillo liso y uno azul celeste transparente. Los sujetadores sin aros hacen un pecho más plano, porque lo pegan al cuerpo. No los uso mucho, pero me gusta el efecto sexy, más cotidiano, sobre todo el azul transparente, que hace juego con un culotte de blonda, también transparente. Tenía una buena colección de sujetadores sin aros, de cuando estuve embarazada, pero no sé dónde estarán.

-Tengo algunos multiposición y con “corte Halter”, para vestidos de noche o gala, o para llevar debajo de algunas camisas y dejar un escote profundo, como cuando llevas varios botones desabotonados. Menos uno, son todos de color negro.

ApH: “multiposición” significa que las tiras se pueden cambiar de dirección para que, por ejemplo, no se vean con un escote en la espalda muy profundo. Los “Halter” son aquellos que la copa es mas triangular que esférica, y sirven para poder enseñar más canalillo y estilizar el escote.

-Aunque gozo de mucha firmeza, tengo varios con “foam”, para escotes realmente espectaculares, uno de ellos de seda negra y los demás de algodón. De modelo “push up” (como los Wonderbra) sólo tengo uno, de color negro, porque me lo compré hace tiempo, pero cuando me lo pongo resulta francamente exagerado el volumen de pechos que me resulta.

ApH: el “foam”, amigos míos, es el secreto de la mayoría de las mujeres. Cuando veis unas “tetas impresionantes” por la calle, normalmente no pensáis que la mayoría son resultado, o del bisturí, o de un relleno de foam en la copa del sujetador, que te puede dar hasta una talla y media más, además de empujar el pecho hacia arriba. Las que ya tenemos pecho abundante de naturaleza, usamos el foam para los escotes de las blusas, para que quede bien arriba (más de lo natural, desde luego). Es un efecto que me gusta mucho para diario, pero no abuso de él.

-Me encantan los sujetadores palabra de honor (los que no tienen tiras verticales), porque me gustan los modelos con hombros desnudos o cuellos muy amplios. Normalmente, cuando me compro un sujetador, me compro las dos versiones (normal y sin tiras), para usar el palabra de honor con camisas, chalecos, y vestidos. Me permiten lucir el cuello y los hombros sin las molestas tiras. La pena es que, casi todos, son muy funcionales, de colores lisos y sin mucha decoración, aunque también tengo alguno con transparencias, sobre todo uno de color verde que es mi sujetador favorito: palabra de honor, 95b, ajustado y ajustando un pecho redondo precioso.

-Ya en el capítulo de rarezas, tengo dos “balconcillos” (demi-bra), que son sujetadores a los que “les falta tela”, concretamente, dejan el pezón al aire, uno negro y uno gris. Me gusta llevarlos con camisas de cuello amplio o escotes realmente muy generosos, porque el efecto es realmente muy sensual y natural. También tengo un juego de autosujetadores: unas almohadillas adhesivas, de foam color piel, que se pegan debajo del pecho para cuando llevas vestidos transparentes o con muy poca tela, donde no hay sitio para esconder el sostén. En mi caso, más que para sostener el pecho, los uso para taparme los pezones, porque se me marcan mucho y en algunos contextos (bodas sobre todo) no es plan de robar protagonismo a la novia. Conservo tres sujetadores de lactancia (con una “ventanita” para sacar el pezón) que, aunque yo no lo puedo entender muy bien, a mi marido le resultan morbosos. Y también tengo un par de sujetadores reductores (granate y negro), que no son nada sexys pero te quitan como una talla de sujetador y, a veces, quedan bien con algún suéter ajustado para no ir avasallando demasiado.

ApH: aunque os parezca increíble a los hombres, a veces las mujeres que tenemos mucho pecho nos gusta disimularlo un poco. Pero sólo muy de vez en cuando.

Cajón nº4: lencería de noche

En este cajón va la ropa de dormir… o por lo menos, parte de ella, porque normalmente duermo también con tanga o braguita. Lo que hay, sobre todo, son camisones. Hay dos largos, bastante sexys, y los demás son todos cortos, de algodón (tipo top de tiras, pero algo más largos), o de seda, que son los que me parecen más sensuales: algo flojitos, con mucho escote, las tiras muy finitas y cortos por abajo.

Lo que pasa con los camisones de seda es que, cuando te despiertas, normalmente tienes una o las dos tetas de fuera, porque se te han bajado las tiras, y además el culo al aire porque se ha subido por debajo. Aún así, hay que disfrutar de ser mujer, y muchas veces me dejo el camisón para estar por casa, y luego lo cambio por un top de tiras o un camisón de algodón para dormir.

En este cajón también tengo una buena colección de tops, muchos de ellos en conjunto con braguitas, tangas y sujetadores. Mi modelo de dormir más habitual es precisamente una braguita o tanga y un top escotado y ceñido al pecho, aunque a veces cambio el top por un sostén.

Me ha venido bien hacer este inventario de lencería, porque no recordaba que en este cajón tengo dos bodys, uno de algodón blanco y otro de blonda semitransparente granate. Hace tiempo que no duermo en body, que es bastante sensual porque notas mucho el roce de las sábanas suaves, y creo que esta noche voy a “rescatar” el body semitransparente. A mi marido le va a dar una alegría. Además, he encontrado una bata de seda cortita, que no debería estar aquí, y la he puesto en el armario.

Cajón nº5: lencería deportiva y variada

La parte deportiva no está muy nutrida, porque normalmente me pongo un tanga bajo el short elástico. Lo que si tengo son bastantes sujetadores deportivos, de tela elástica, que están diseñados para sujetar bien los pechos y que no se bamboleen. Aunque aplanan mucho, y yo lo necesito para hacer deporte, me parecen muy interesantes, porque revelan todas las formas y ajustan de forma muy sensual, sugiriendo una explosión inminente.

En este mismo cajón tengo la lencería “de estar por casa”, los culottes y los shorties. Para estar por casa, me gustan los shorts de algodón, cortitos pero no demasiado ajustados, y tambien tengo una buena colección de tops de tiras y de anudar al cuello con la espalda al aire. Otras veces, para estar por casa, uso los culottes o los shorties. Me encantan los segundos, pero no son para usar de ropa interior porque se enredan. Digamos que están diseñados para ser vistos, y por eso los uso para andar por casa.

La diferencia entre ambos es que el culotte, ajustado y normalmente elástico, termina justo entre la nalga y la pierna, mientras que los shorties son un poco más cortos, y dejan un poquito de nalga fuera y, por delante, se cortan tan arriba que parecen braguitas. Son realmente muy sexys, y una forma cómoda de sentirte divina estando por casa, y también muy buenos para llevar debajo de un pantalón ajustado, porque apenas se marcan, o de una minifalda muy cortita, por si se levanta con el viento.

3088147En este cajón también guardo las medias, panties y calcetines. No soy especialmente fetichista, aunque tengo algunos calcetines medios de estilo colegiala, por si acaso (nunca se sabe cuándo los vas a necesitar). No sé porque motivo, pero también tengo los juguetes sexuales guardados en este cajón. Será por lo de “deporte”, me imagino. Pero ese no es el tema de este post…

Cajón nº6: lencería de uso especial

En este cajón tengo almacenada esa lencería que sólo se usa de vez en cuando. La verdad, la mayor parte de ella serviría para el cajón siguiente, porque es sexy y especial, pero la tengo aquí porque, supongo, la uso menos. Tengo aquí el resto de los bodys, casi todos en algodón y muy finos y ajustados. Una pena que ya no se lleven, porque es una prenda cómoda y morbosa para llevar sólo con unos vaqueros.

Uno muy especial es un body de encaje negro, muy transparente y muy provocativo. En teoría, es para llevar por debajo del traje chaqueta, pero si sales así a la calle me parece que te violan antes de llegar a la esquina. Tendré que probarlo… cuando me atreva.

Los corpiños, bustieres y corsés ocupan casi todo este cajón. No es que tenga muchísimos, pero son prendas grandes y bastante rígidas. Me encanta este tipo de lencería, para llevar el pecho bien colocado hacia adelante y durito debajo de un escote, o incluso muy explosiva para llevar bajo una camisa transparente o a la vista. Me parece la prenda íntima más erótica que se puede poner una mujer, y la lástima es no encontrar más pretextos para usarla, aparte de que dan bastante calor.

También están en este cajón las ligas y ligueros, que a veces me gusta utilizar debajo de la falda de tubo, porque las medias siempre estilizan más que los panties. Las medias de seda garantizan que te sientas como una reina, porque acarician tus piernas. No es raro sentir algo de excitación mientras te las subes.

Y entre todo esto, mi lencería nupcial: un corpiño por encima del ombligo con tanga, liguero y medias a juego, todo de color blanco pero con los lazos de las ligas rojos. Me lo he puesto bastante después de la boda, porque a mi marido le enloquece, y tengo que aprovechar mientras todavía me sirve.

Cajón nº7: lencería para el sexo

Este cajón está bastante lleno, porque en cada aniversario, y cada vez que sale de viaje, mi marido me regala lo que él llama “una lencería picante”. Tiene dinero y buen gusto, la verdad, así que más que “picante” la palabra es “sensual que te mueres”, y le gusta que me los ponga para deleitarse y animarse. Como parte de mi matrimonio, la «obligación» de lucirme es importante, pero como me gusta la lencería sexual, no protesto.

Lo que más le gusta son los conjuntos de “baby-doll”, con tiras muy finitas y abriéndose bajo el pecho para mostrar el abdomen, con culotte de fantasía ligero (casi parecen microfaldas), todo en blonda vaporosa y transparente. Tengo ocho, uno por cada aniversario de boda (es su propia tradición), todos de colores, aunque el que más me favorece es un Selmark (su marca favorita), azul con el culotte muy abierto. Cuando lo llevo, me dura poco puesto.

De los viajes, suele traer más variedad de lencería. Así tengo desde un par de batitas de seda estilo asiático, muy cortas, hasta un body de charol negro de cremallera, con guantes y botas a juego (las botas no están en el cajón, lógicamente), un sujetador y tanga de látex negro (no muy cómodo, pero muy explosivo), un “vestido” de red de color rojo que es peor que ir desnuda, y varios vestidos transparentes que sonrojan de sólo mirarlos.

Cada vez es más atrevido en los regalos, porque ahora compra por internet, y últimamente le ha dado por la lencería-disfraz: me ha regalado un top con tanga, todo de “cuadritos escoceses rojos tipo colegiala” (que incluye lacitos para hacerme las coletas), un minivestido blanco “aire enfermera” muy escotado, y la prenda íntima que más cachonda me pone, con diferencia, que es un conjunto de lencería transparente estilo criada, con un delantal de encaje blanco transparente y la cofia incluida.

 Dedicado a TrotamundoErotismo_traseros_ziza_16, por la sugerencia del tema.

 

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